viernes, 6 de mayo de 2011

La Manifestación

Había cristales rotos cubriendo las calles y las aceras, alborotos enmudecidos ocultos en los soportales; la tormenta se alejaba pausadamente, como si no tuviese prisa por abandonar aquel lugar. El dolor, la rabia, la impotencia caían sobre nuestras cabezas como fina lluvia de otoño, pero el palpitar de las sienes, el calor que se aglutinaba en las mejillas se habían convertido en pequeñas bombas a punto de estallar. Las lágrimas empañaban aún más aquel fresco, y la brisa formaba caracolas en el aire con el humo de los gases lacrimógenos. La batalla. Una batalla de tantas que se habían librado, de tantas que quedaban por llegar, de muchas que se habían perdido, como en esa ocasión, pero que sin embargo, no nos daban por finalizada la guerra: la sangre que se perdía por la alcantarilla se había convertido en el río que nos mantenía a todos a flote. Nunca, ninguno de nosotros pronunciamos la palabra rendición, jamás se nos ocurrió mencionar que aquel miedo que nos invadía nos paralizaba los miembros, de tal forma, que parecíamos estatuas de sal. Aquella lucha, la nuestra, era lo que nos mantenía a todos vivos, en este lugar, aquí donde el resto  yacen muertos. Hubo un momento, cuando las descargas de los fusiles retumbaban contra el viento, en el que pensé que lo mejor sería entregar mi vida. Supongo que lo pensamos todos, de una u otra manera, cuando cuerpo y mente están al límite, y tu alma, ya hace tiempo, te abandonó. Pero entre toda aquella sinrazón, mientras corría, mientras me parapetaba tras el barro ensangrentado, un haz de esperanza recorrió todo mi cuerpo: encontré tus ojos y me sonreían.

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