miércoles, 28 de abril de 2010


Como las hojas que van cayendo
poco a poco en algún lago perdido.
Como los nenúfares que permanecen estancados
y no conocen la impasividad del tiempo.
Así transcurre la vida en su recorrido,
mientras el tic-tac irrumpe
en la oscuridad de la noche,
rompiendo el silencio.

viernes, 23 de abril de 2010


Tus ojos, son el alba
cuando despierto.
Tu boca, manantial nuevo,
que aplaca al sediento.
Tu cuerpo, arroyo fresco,
que sofoca mi fuego.

Pero por más que quiero,
no puedo,
por tus caderas navegar.
perderme en tus brazos,
mar inmenso,
en el que me quisiera ahogar.

miércoles, 21 de abril de 2010

AYA SOFIA (II PARTE)


Decidí quedármela, al fin y al cabo, era un regalo divino, el hijo tan ansiado que mis viejas entrañas ya no podían engendrar. Tardé varios días en encontrar un nombre apropiado para ella, pero el destino me trajo aquí en el siguiente mercado. Aquella mañana la ciudad estaba atestada de peregrinos, era casi imposible circular por las calles; de repente, nos rodeó una multitud y aún no se bien como, la niña se me cayó de los brazos. La angustia se apoderó de mí, creí que la había perdido para siempre; cuando fui capaz de moverme había transcurrido tanto tiempo que ya la daba por muerta. Pero al agacharme me encontré con esos ojos negros que me miraban, moviendo aquellos bracitos, y al abrazarla me sonrió; como si a pesar de su corto entendimiento me estuviese agradeciendo que la salvase de nuevo. Entonces supe que debería de llamarse Sofía; allí delante de su templo, ella, y no yo, le había devuelto la vida. Así ha transcurrido nuestra vida hasta hoy, entre pesares y alegrías nos hemos acompañado mutuamente; pero desde hace un tiempo me siento afligida, ya no soy la mujer que fui, los avatares del tiempo merman mis fuerzas, y se, que mis días están llegando a su fin. Por eso ahora, mi señor, le suplico que se haga cargo de ella, para que esta vieja deje ya de sufrir.
El Sultán accedió inmediatamente a la petición de la anciana, y se llevó a la joven con él al palacio de Topkapi. Al llegar, las más jóvenes del harén fueron las encargadas de asearla; se les ordenó que no escatimaran ni en tiempo, ni en dinero, debía de estar perfecta para aquella noche.
Tras terminar la reunión semanal con sus ministros, se dirigió de nuevo al palacio; esperaría el anochecer en sus aposentos. La curiosidad por encontrarse con la muchacha nublaba su juicio, y no sabía el por qué. Hacia horas que no se podía concentrar en nada, ni siquiera el olor de los vientos de guerra,que se aproximaban, borraban la imagen de su memoria.
En el momento que el sol empezó a ocultarse por el oeste, las puertas de su habitaíón se abrieron; tras ella, aparecieron dos enormes estatuas de ébano, eran los eunucos encargados de vigilar el harén, y que en aquel instante custodiaban a Sofía. Los despidió a ambos, y también a su guardia personal, a pesar de su férrea opsición; anhelaba estar con ella a solas, necesitaba empaparse de su vida, y de sus palabras. A medida que ella entraba en la habitación, la tenue luz iba iluminando su figura; las suaves sedas que envolvían su cuerpo sólo ocultaban parcialmente aquellas largas piernas, que parecían esculpidas por un artista. El joven se fue acercando a ella despacio, entendía que se sintiese asustada, rodeada por extraños en un lugar desconocido. Le tendió sus manos, y entonces sus miradas se cruzaron. Es hermosa- pensó el Sultán - tanto que supera a las doscientas concubinas que residen en mi harén. Sintió, en seguida, que su cuerpo era presa del deseo, su verga inhiesta pujaba dentro de sus pantalones como una bestia enjaulada; tenía que ser suya pero no quería que fuese a cualquier precio.
Se sentaron en el diván dispuesto en la ventana, charlaron animadamente, y bebieron vino; la noche estaba resultando maravillosa, las carcajadas inundaban la estancia, y el presagio de lo que acontecería flotaba en el ambiente.
Sus cuerpos embriagados se necesitaban, se buscaron con la mirada hasta que se fundieron en uno solo. Se besaron, frenéticamente, como si el mundo se fuese a terminar en unas horas. Entonces ella se levantó, y sentada sobre él, lo despojó de la camisa; con la punta de su lengua recorrió uno a uno todos los centímetros de su piel, acarició su nuca y su espalda con las yemas de los dedos, hasta que lo sintió gemir. Entonces le cogió una de sus manos, y le indicó el camino hacia su sexo húmedo, que palpitaba bajo aquellas lujosas gasas. Poco a poco, el muchacho la fue despojando de sus vestidos; el satén resbaló delicadamente por sus hombros, dejando al descubierto la turgencia de sus pechos; entonces se regodeó lamiéndolos hasta que sintió como se endurecían ante el contacto con sus labios. Durante un instante, ambos se miraron, manteniéndose en silencio; no había palabras en el mundo que les diesen consuelo, para que habían de malgastarlas. Se besaron, se abrazaron de nuevo, hasta que finalmente se poseyeron. Abandonados a su suerte, navegaron a la deriva hasta bien entrada la madrugada; ninguno de los dos quería volver a puerto. Aquella noche se juraron amor eterno; al día siguiente, el Sultán anunció su compromiso, y concedió a sus concubinas una carta de libertad.

martes, 20 de abril de 2010

AYA SOFIA


Aquella mañana decidió salir del palacio, a pesar de que su guardia le aconsejaba lo contrario; los ánimos se habían ido caldeando a medida que pasaban los días, y por su bienestar, los jenízaros rodeaban la ciudad apostados en lo alto de las murallas cubriendo las entradas y las salidas. El palafrén lo esperaba en el patio con su nueva adquisición; a sus ojos aquel animal era el ser más bello que había encontrado sobre la faz de la tierra.
Con paso firme se dirigió hacia la aldea, era día de mercado y las calles estaban atestadas de gentes; entre el bullicio de los que ofrecían voz en grito sus mercancías, se alzaban las de otros que regateaban intentando ajustar el precio. A medida que su corcel avanzaba, sintió en su piel la caricia de las sedas que ondeaban en los puestos, el color de los tapices teñían el paisaje a su alrededor, aumentando y disminuyendo la luz, como la haría el sol en su recorrido diario. Llevaba ya, tanto tiempo recluido, que su mente anestesiada no era capaz de asimilar tal cantidad de estímulos; de repente se sintió mareado, pero no quiso hacer un alto en el camino, prefirió continuar, y seguir deleitándose en aquel maremagnum. La calle llegaba a su fin, como un río que está a punto de colisionar en su encuentro con el mar, allí en la entrada a la plaza central el gentío se agolpaba en un intento de no ser arrastrados por la fuerte corriente. Era una plaza octogonal, y cada puesto, desde tiempos inmemoriables tenía su lugar; a la derecha las hogazas de pan blanco, aún humeantes, estaban dispuestas de forma piramidal, de forma que si algún ladronzuelo echaba mano de una de las de abajo, el resto se caerían, poniendo en sobreaviso al panadero. A su lado, y siempre en sentido contrario a la luz del sol, iban colocándose la fruta, la verdura, las especias, hasta llegar por último a los puestos de la carne y el pescado. Al llegar a la ciudad, a todos sus visitantes les extrañaba sobremanera, aquella particular disposición; y por supuesto, el Sultán también lo percibió, e hizo llamar a uno de los mercaderes para que le diese una explicación. El pescadero, fue el elegido, con presteza se presentó ante su amo portando el delantal lleno de sangre y de visceras; dejó caerse al suelo suplicando clemencia a su señor. A su señal, dos guardias lo levantaron del suelo, y uno de ellos le transmitió la pregunta al tembloroso mercader.
Con voz entrecortada le explicó que a lo largo de los siglos se había hecho de esa manera, por que los antiguos habían descubierto que los puestos colocados a la derecha recibían todo el calor del sol desde el alba hasta el mediodía; así pues llegada la tarde, la pestilencia emanaba de sus puestos debido a que la carne y el pescado comenzaban a pudrirse, ahuyentando a todo aquel que se acercaba dispuesto a dejarse sus monedas.
El Sultán complacido por la oratoria del vendedor, desmontó decidido a dar un paseo y mezclarse con el tumulto. Sus sentidos se veían ahora embriagados por los olores que se entremezclaban en el ambiente, era como una paleta inmensa de acuarelas reposando unas sobre otras, intercalándose, y volviéndose a separar por la mano de un pintor atrapado por sus musas. De repente algo llamó su atención, era el puesto más humilde de todo el mercado; el toldo que algún día había sido de un majestuoso color rubí, estaba hecho jirones, y pendía a ambos lados de un modo no predeterminado. Através de él, tímidos rayos de sol se colaban para reposar sobre la multitud de saquitos dispuestos a lo largo del mostrador; en el frente de cada uno de ellos rezaba un nombre: romero, hinojo, laurel, diente de león, manzanilla, té rojo, té negro, y así una larga lista que no parecía tener fin. Se quedó maravillado observándolos, embobado con aquella anciana, que con cada saquito vendido, obsequiaba a sus clientes con una historia. No podía dejar de escucharla, había algo en ella que lo atraía como un imán; hasta que de pronto, la anciana posó sus ojos en el joven Sultán, que permanecía allí de pie, como si de una estatua se tratase, sin hacer el más mínimo ruido. La anciana se le acercó, y tendiéndole una mano lo invitó a que la acompañase a su lado.
- Déjeme que le cuente una historia joven príncipe - acertó a decir la mujer. Ahora que mis días están llegando a su fin, necesito vaciar la difícil carga que he llevado estos años conmigo.
El joven parpadeo suavemente, y con un ligero movimiento de cabeza, le confirmó que estaba de acuerdo.
Entonces ella prosiguió: Aprendí este oficio de niña, ya que mis padres también eran mercaderes. He ido de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, ofreciendo mi mercancía al mejor postor, sin ningún sitio al que regresar, sin el calor de un hogar que me resguardase en las frías noches de invierno. Por esta razón tampoco quise casarme, no podía hacerme a la idea de vivir de otra manera, y tampoco he tenido hijos, aunque, si le digo la verdad, a veces los eché de menos. Pero, un buen día, hace unos años, Dios escuchó mis plegarias, y de vuelta del mercado encontré algo en el camino. Era un fardo pequeño, de lienzo blanco, y enseguida pensé, en las buenas monedas que conseguiría por él, en el siguiente pueblo. Apuré el paso por miedo a que alguien más lo hubiese visto, y cuando lo tuve en mis manos, un gemido salió de dentro. Era ella; con una mano levantó una manta andrajosa tirada en el suelo,que estaba su lado, y con la otra señaló el cuerpo que descansaba debajo.
El muchacho, estupefacto ante tal acontecimiento, no tuvo palabras y le pidió amablemente a la anciana que continuase con la historia.



martes, 13 de abril de 2010

El Pueblo (III parte)

De camino hacia el hostal, el mecánico le informó que no se preocupase por nada, que el seguro se haría cargo de todo; incluido el hospedaje y el coche de alquiler que le traerían al día siguiente. No tardaron mucho en llegar al lugar, por lo poco que pudo ver Silvia, aquel era el único edificio de todo el pueblo que tenía dos plantas. Atravesaron la puerta de entrada, y allí además de la recepción se encontraba el bar, también el único del lugar como supo más tarde. Tras registrarse, el hombre se despidió de ella hasta el día siguiente, no sin antes entregarle una de sus tarjetas, por si necesitaba llamarle con cualquier duda. Creyó que le sentaría bien un café antes de acostarse, así que se acomodó en la barra esperando ser atendida. En seguida apareció una mujer bajita y rechoncha, ya entrada en años, y con una sonrisa tan grande que ocupaba parte de su cara. Venía de la cocina, y con ella un olor rancio, a fritura requemada, que inundaba toda la estancia, impregnándose hasta en la piel. Silvia sintió naúseas, pero con la mejor de sus sonridas intentó disimularlo. Tras servirle el café, la camarera se atrincheró frente a ella, era evidente que no se marcharía sin averiguarlo todo; Silvia entonces, se insufló de valor y se dispuso a ponerla al corriente de todo lo acontecido. En medio de aquella conversación se enteró de que aquel pueblo se llamaba Villalpando, a unos cuarenta quilómetros de Benavente. Al oir ese dato sus músculos se relajaron, era como si supiesen que la civilización estaba ahí, a un par de pasos. Entonces los párpados empezaron a pesarle, había llegado la hora de irse a la cama. Se despidió cortésmente de aquella buena mujer, y escaleras arriba fue hacia su habitación. No era gran cosa, la decoración estaba pasada de moda, y la pintura de las paredes empezaba a desconcharse por alguna esquina, pero al menos tenía baño propio. Se sentó en un lado de la cama y se sacó las botas, en seguida se sintió aliviada y sin terminar de desvertirse se quedó dormida. Bien entrada la madrugada algo perturbó su sueño, medio atontada se incorporó en la cama y permaneció en silencio intentando averiguar aquello que la había despertado. No oyó nada. Se levantó, el despertador marcaba casi las tres de la mañana, y fue hacia la ventana. Allí fuera todo parecía estar en calma, hasta la luna aquella noche parecía tímida escondiéndose tras las nubes. Convencida ya de que todo había sido fruto de su imaginación, corrió las cortinas y se dirigió de nuevo hacia la cama. Al cabo de unos minutos volvió a escucharlo, y esta vez sabía que no lo había imaginado: era un susurro. Se dió la vuelta y metió la cabeza bajo la almohada, pensó que a última hora alguién había ocupado la habitación contigua, y que de sueño ligero intentaba entretenerse con algo de televisión. No le dió importancia e intentó conciliar de nuevo el sueño. A pesar de sus intentos seguía escuchándolo y su paciencia estaba a punto de acabarse. Sin dudarlo se levantó, se vistió rápidamente con intención de visitar la habitación de al lado y dejarle claro a su inquilino que no eran horas para estar molestando. Llamó un par de veces a la puerta pero no obtuvo ninguna contestación, lo que la irritó aún más. Atrapada por la desesperación abrió la puerta de la habitación, pero allí no había nadie. No podía creer lo que estaba sucediendo, acaso se estaba volviendo loca. Corrió por el pasillo y a toda prisa bajo por las escaleras con la intención de encontrar alguna respuesta. En el bar tampoco encontró a nadie, entonces se acordó de la tarjeta que le había dado el dueño del taller. Le llamaría, en aquel momento era la única opción que tenía para aclararlo todo. Durante una hora marcó aquel número una y otra vez, hasta que las yemas de los dedos se le adormecieron, pero nadie le respondió. Sin embargo, por una vez en su vida aquel revés no la amilanó lo más mínimo, intentaría que algún vecino le ayudase. Fue visitando cada una de ellas, y tampoco encontró a nadie, parecía como si se los hubiese tragado la tierra. Impotente ante aquella situación pensó que era mejor volver al hostal y esperar a que amaneciese. Seguramente todo aquello tenía una buena explicación, y si no era así la luz del día la haría pensar con más claridad. Agotada por todo aquel ajetreo se durmió inmediatamente, su cuerpo flotó en una delicada nube hasta que al amanecer un gallo la despertó. Todo su cuerpo vibraba por la ansiedad acumulada, le parecieron eternos los minutos que pasaron hasta que logró llegar a la cafetería. Allí estaban todos, unos apuraban el café, otros sólo charlaban, y la camarera seguía enfaenada en la cocina como la noche anterior. Se sentó en la barra, y esperó a que le sirviesen el desayuno porque todo aquel trajín de la noche le había abierto el apetito. Para matar la espera echó mano de la prensa local, y allí en primera plana ella era noticia. A medida que iba leyendo las lágrimas fueron resbalando por sus mejillas, no podía ser cierto. No quería creerlo. El Heraldo de Villalpando daba cuenta en su primera página de que aquella noche, la fatídica curva del carril de aceleración se había cobrado una nueva vida. Ya en las páginas interiores explicaba que aunque inicialmente la mujer había sobrevivido, habían sido las graves heridas internas las que la habrían conducido a la muerte durante la madrugada.

lunes, 12 de abril de 2010

El Pueblo (II parte)

A pesar del ofrecimiento por parte de la Guardia Civil, Silvia decidió montar en la grúa que llevaba su coche hasta el taller más próximo. El pequeño trayecto que la separaba del pueblo se le hizo interminable aunque su acompañante intentó darle charla un par de veces; ante tan evidente negativa su interlocutor permaneció en silencio el resto del camino. Se sentía incómoda, no podía evitarlo, nada más subirse al vehículo su piel se había erizado, la sangre le hervía en las venas, y en la garganta un nudo le impedía tragar saliva. Entonces comenzó a amargarse, le daba vueltas a la idea que se estaría formando de ella aquel hombre. Estoy quedando como una perfecta maleducada, sólo intenta ser agradable.- se repetía una y otra vez. Al cabo de unos veinte minutos estaban recorriendo lo que Silvia supuso era la calle principal del pueblo. No podía salir de su asombro, aquello era la nada en medio de la nada, como podía vivir alguna persona allí. Apenas había media docena de casas repartidas a ambos lados de la carretera, y al final de ella se encontraba el taller, que aún mantenía el porte elegante que sus constructores le habían imprimido, pero que los años transcurridos intentaban arrebatarle. Sobre el portón de la entrada principal pendía un cartel enorme, sujeto por dos gruesas cadenas oxidadas, que chirriaban mecidas por la suave brisa nocturna: Silvia comenzó a tener miedo. El conductor de la grúa también era el dueño del taller, así que al llegar abrió el portón e introdujo el vehículo de Silvia en la nave. Mientras Silvia permanecía atenta al descenso del coche, el hombre desapareció. Presa del pánico se acercó a toda velocidad al lugar donde lo había visto por última vez, pero no había ni rastro. Salió a la calle, y bordeó la nave con la intención de encontrar otra entrada, pero enseguida se dió cuenta se su error; la única salida era el portón de entrada. Volvió sobre sus pasos, y cuando estaba acercándose a la carretera una mano la asió del brazo. De su garganta emanó un sonido gutural, más parecido al de una bestia que al grito de un ser humano. Se quedó paralizada, no tenía valor para darse la vuelta y ver quién la estaba sujetando. Entonces creyó oir una voz que le resultaba familiar, sin apenas mover su cuerpo giró su cabeza. Allí de pie estaba él, el dueño del taller con el resguardo del depósito del vehículo. No pudo más y reventó a llorar, entre lágrima y lágrima una risita histérica asomaba a sus labios. El mecánico, desconcertado por la aptitud de Silvia, decidió que en aquel estado era mejor que la acompañase al hostal.







lo siento, el desenlace...en el próximo capítulo.

viernes, 9 de abril de 2010

El pueblo ( I parte)

Había oscurecido hacía un par de horas, pero aún así Silvia decidió ponerse en marcha, con un poco de suerte en seis horas estaría en casa. La jornada había sido agotadora, de reunión en reunión no había tenido ni un solo segundo de respiro, de todos modos la sola idea de permanecer un minuto más en la capital le producía naúseas. Así que, tras tomar una taza de café emprendió rumbo hacia su destino. Sólo un pequeño atasco perturbó la salida de la ciudad, sabía que en cuánto hubiese cruzado las montañas el tráfico se volvería menos denso, y entonces el viaje se haría mucho más cómodo. Tras dos horas conduciendo llegó la medianoche, creyó que lo mejor era hacer una parada para descansar, y salió de la autopista en cuánto vió la primera estación de servicio. Tenía suerte, afortunadamente era una de esas que permanecían abiertas las veinticuatro horas. El aparcamiento estaba totalmente desierto, únicamente al fondo descansaban un par de camiones, perfectamente alineados, reconvertidos en habitaciones improvisadas. Pensó que sería mejor aparcar delante de la puerta del establecimiento, así el trayecto a recorrer sería menor, y aplacaría los temores anidados en su fuero interno. Cruzó como una exhalación,ya en el interior, una mujer de mediana edad reinaba detrás de la barra, con ese porte que sólo tienen aquellos que dominan el oficio tras tantos años ejerciéndolo. Se sentó en un taburete y pidió un café americano, necesitaba un aporte extra de cafeína si quería mantenerse despierta. Mientras se lo preparaban su pituitaria percibió el agrable olor que provenía desde la cocina, inmediatamente el hipotálamo envió una enorme señal a su estómago; se comería un buen trozo de tarta, de queso si era posible. Una vez dió buena cuenta de todo aquello, se dirigió hacia la tienda, le pidió al encargado que le llenase el depósito, y compró una bolsa de ositos de goma. Durante un momento, Silvia se sintió feliz, y mirando al aire sonrió hacia el firmamento, a veces era irracionalmente paranoica, y ese echo la atormentaba profundamente llevándola a parapetarse detrás de un gran muro. No podía evitar sentir miedo, todo le asustaba, desde la oscuridad de la noche a subir en un ascensor. Por eso sonreía, allí en el aparcamiento no había sucedido nada anormal, y eso la hacía sentir bien. Agarró las llaves del coche, desbloqueó las puertas, y se sentó al volante. Sólo le quedaban cuatro horas de viaje, un último esfuerzo que se vería recompensado cuando llegara a casa. Mientras se regodeaba en sus pensamientos abrió el paquete de chuches que había comprado hacía unos minutos, y conectó el CD. La estridente melodía salió de golpe por los cuatro altavoces a la vez, " I want to be bad" rebotaba contra cada pedazo de metal del vehículo, y volvía hacia ella como si de un buen boomerang se tratase. Le encantaba Off Spring, tenía toda su discografía, pero esa canción en concreto la había atrapado. Tras ponerse el cinturón arrancó el coche, y aceleró por la pequeña carretera que servía de carril de aceleración. Llevaba un buen trecho recorrido, cuando Silvia se percató de que la entrada a autopista aún estaba lejos, su buen humor entonces se trastocó en un cabreo supino, que salía por su boca en forma de exabruptos dedicados a todos los que gobernaban, y en especial a los encargados de las carreteras patrias. Subió el volumen del CD, y pisó el acelerador víctima de su enorme cabreo; a quién le importaba la prohibición de cincuenta que ondeaba a ambos lados de la carretera.
De vez en cuando su mano derecha soltaba el volante, para agarrar uno o dos ositos que pegaban saltitos a su lado, en el asiento del copiloto. Tras medio paquete, Silvia notó el exceso de azúcar en su boca, la notaba seca y empalagosa, pero por desgracia se dió cuenta de que no tenía agua. Tampoco le importó demasiado, no hay nada que no se pueda solucionar con un cigarrillo. Abrió el paquete con aquella diestra experta, y se llevó uno a los labios, pero cuando quiso encenderlo echó en falta el encendedor: estaba en el bolso. Con la pericia de un carterista introdujo su mano, y rebuscó sin éxito entre la marabunta de objetos que descansaban en aquella piel Louis Vuiton. Sin pensarlo dos veces, decidió echar una ojeada dentro, ¿que podía suceder? A esas horas era el único vehículo que transitaba por aquella maldita carretera. Tras un par de intentos lo localizó, lo agarró con fuerza y se dispusó a encender el tan ansiado deseo, cuando de repente... realmente no fue consciente de lo que sucedió hasta un tiempo después. Se había quedado dormida, todo era fruto de su imaginación, no estaba fumando, esa fue la versión que le dió al atestado de la Guardia Civil. La pareja de la benemérita la acompañó hasta que llegó la grúa, se ofrecieron a conducirla al hospital más cercano, pero ella rechazó amablemente su ofrecimiento, sólo quería irse a dormir y que aquella maldita pesadilla desapareciese de una vez.

miércoles, 7 de abril de 2010

CITA A CIEGAS

Por fin es jueves, pensó Julia, mientras acertaba a colar la llave en la cerradura. Tras abrir la puerta de su piso, apoyó los libros en el taquillón de la entrada, y con la habilidad de un buen lanzador hizo volar su cazadora, que aterrizó bruscamente en el brazo del sofá. Aquella maldita idea llevaba martilleándole la cabeza todo el día: una cita. Hacía mucho tiempo ya que no compartía su cama con nadie, pero ni siquiera ese detalle era suficiente para borrarle la cara de amargura, que la había acompañado durante toda la semana.

Durante el fin de semana, entre resaca y resaca, no fue consciente de lo que había pasado; demasiadas lagunas, demasiado grandes como para rellenarlas. Pero el lunes, la llamada de su amiga Lucía le refrescó la memoria. Agarrada al móvil le profirió toda clase de insultos, sin duda se los merecía, o así lo creyó, porque antes de que terminara de explicarse, Julia dio por finalizada la llamada. Toda su ira recayó en su amiga en los siguientes días, hasta que alguien de la pandilla le hizo ver el grave error que estaba cometiendo. Tengo que dejar de beber,´- pensó, o cualquier día me despertaré sin amigos. Al fin, el día llegó, y a medida que las horas avanzaban en el reloj, el desasosiego se apoderaba de ella. No temía no sentirse atraída por él, lo que más le asustaba era no saber con que tipo de persona se encontraría, ya que sus últimos encuentros habían sido un fiasco. Tras tanta experiencia nefasta acabó por convencerse de que sobre el planeta no vivía ni un solo hombre normal; Julia los dividió en dos grandes grupos: los tímidos que eran capaces de aburrirla hasta la muerte, o los que intentaban quitarle las bragas tras conocerla. Aquel juego ya no la divertía, prefería quedar con los colegas de siempre, sentarse al sol en una terraza y disfrutar de un caña bien fría.

Pero los jueves era diferente, aquellas cañas se entrelazaban con cualquier fiesta organizada en el campus, cualquier disculpa era buena para terminar desayunando en la cafetería de la escuela empatando con la primera clase de la mañana. Se preguntaba porque había de arruinar el mejor día de fiesta, por un tío del que no conocía ni su nombre. Aún así, la mataba la curiosidad, y decidió que acudiría, pero por si acaso preparó un plan B, y llamó a Lucía.

A la hora acordada Julia entró en el restaurante, y allí estaba él, apoyado en la barra. No puede ser -pensó, es guapísimo. Se quedó ensimismada, mirándolo, y no percibió que se dirigía hacia ella. La noche avanzó, a toda prisa,y Julia estaba encantada de haberse presentado, como podía haber pensado en no asistir: era un encanto, simpático, guapo, y además tenía un nivel cultural bastante aceptable.
Cuando la velada terminó, decidieron que irían a tomar una copa, había que alargar la noche tanto como pudiesen. Salieron a la calle, y allí en la acera, él le espetó que era perfecta, la mujer que había estado buscando toda la vida. Julia se echó a reír estrepitosamente, y luego se besaron.

Sintió frío, todos los huesos le dolían, no entendía que le estaba pasando. Abrió los ojos, ¿pero dónde coño estoy? -masculló para sus adentros. Se sentía aturdida, y notaba la boca pegajosa, lo había hecho otra vez, beber hasta la saciedad. Cuando se quiso poner de pie algo la frenó, una cadena sujetaba uno de sus tobillos al catre donde estaba tumbada. No entendía nada, lo último que recordaba era el beso que se habían dado delante del restaurante. Si Lucía quería darle una lección, ya la había aprendido, y comenzó a chillar para que alguien la sacase de allí. Al cabo de un par de horas sus fuerzas comenzaron a menguar, se derrumbó por completo y todo el miedo que tenía retenido afloró a través de sus lágrimas. Se quedó dormida, no supo cuánto, hasta que sintió frío de nuevo. Pero aquella vez era distinto,al abrir los ojos se encontró con él; allí de pie, lanzándole cubos de agua helada. Le preguntó hasta la saciedad porque le hacia aquello, le rogó que la soltase, luego le escupió, y lo insultó, pero él no se inmutaba. Al poco tiempo Julia se rindió, había perdido la noción del tiempo, y la falta de agua y de alimento la hacían delirar.

Aquel día la puerta de su celda se volvió abrir, su carcelero traía algo en una de sus manos: la llave de su libertad.
Le ayudó a incorporarse, y le quitó las cadenas. A continuación, con un paño húmedo le limpió la cara y las manos, luego le cepilló el pelo y con unas horquillas le sujetó los mechones que le caían sobre los ojos. Por fin él le sonrió, y la besó en los labios apasionadamente. Soy feliz, -le dijo, el hombre más feliz del mundo. Eres tan bonita, tan inteligente, eres perfecta, por eso tienes que entender que... no puedo dejarte marchar.

jueves, 1 de abril de 2010

Hubo un tiempo en que miraba a través de los ojos de un niño, con la dulzura y la inocencia que perdemos al crecer. Pero entoces su vida se transformó en hastío e indiferencia. Telas de araña fueron tejiéndose ante sus ojos, y creyó que lo mejor era atravesar las gotas de lluvia que se deslizaban por su ventana. En aquel mismo instante se dió de bruces con el mundo esperpéntico que danza ante nosotros, sin mediar hechizo, grotescas figuras hicieron aparición ante su atenta mirada; contorneándose, pendiendo de hilos ajados por el uso. A merced del viento iban y venían como si de un barco a la deriva se tratasen, perdiendo el control de sus miembros cuando se enredaban unos hilos con otros. De repente una punzada de dolor atravesó su cabeza, la cordura amenazaba con abandonarla, con irse para siempre. Volteó sobre si misma como una peonza, dió brincos, y rodó por el suelo. Sus entrañas palpitaban, sus carnes se abrieron:la intensidad del dolor era tal que dejó volar su conciencia, como quién libera al pájaro enjaulado. Agotada, exhausta, su cuerpo permaneció tirado en medio de aquella habitación esperando que desde la bóveda celeste alguién cortase sus hilos. Ya no tenía nada más que ofrecer que aquel envoltorio mortal, pero no era suficiente, en el abismo habitaban demasiados como ella.