martes, 20 de abril de 2010

AYA SOFIA


Aquella mañana decidió salir del palacio, a pesar de que su guardia le aconsejaba lo contrario; los ánimos se habían ido caldeando a medida que pasaban los días, y por su bienestar, los jenízaros rodeaban la ciudad apostados en lo alto de las murallas cubriendo las entradas y las salidas. El palafrén lo esperaba en el patio con su nueva adquisición; a sus ojos aquel animal era el ser más bello que había encontrado sobre la faz de la tierra.
Con paso firme se dirigió hacia la aldea, era día de mercado y las calles estaban atestadas de gentes; entre el bullicio de los que ofrecían voz en grito sus mercancías, se alzaban las de otros que regateaban intentando ajustar el precio. A medida que su corcel avanzaba, sintió en su piel la caricia de las sedas que ondeaban en los puestos, el color de los tapices teñían el paisaje a su alrededor, aumentando y disminuyendo la luz, como la haría el sol en su recorrido diario. Llevaba ya, tanto tiempo recluido, que su mente anestesiada no era capaz de asimilar tal cantidad de estímulos; de repente se sintió mareado, pero no quiso hacer un alto en el camino, prefirió continuar, y seguir deleitándose en aquel maremagnum. La calle llegaba a su fin, como un río que está a punto de colisionar en su encuentro con el mar, allí en la entrada a la plaza central el gentío se agolpaba en un intento de no ser arrastrados por la fuerte corriente. Era una plaza octogonal, y cada puesto, desde tiempos inmemoriables tenía su lugar; a la derecha las hogazas de pan blanco, aún humeantes, estaban dispuestas de forma piramidal, de forma que si algún ladronzuelo echaba mano de una de las de abajo, el resto se caerían, poniendo en sobreaviso al panadero. A su lado, y siempre en sentido contrario a la luz del sol, iban colocándose la fruta, la verdura, las especias, hasta llegar por último a los puestos de la carne y el pescado. Al llegar a la ciudad, a todos sus visitantes les extrañaba sobremanera, aquella particular disposición; y por supuesto, el Sultán también lo percibió, e hizo llamar a uno de los mercaderes para que le diese una explicación. El pescadero, fue el elegido, con presteza se presentó ante su amo portando el delantal lleno de sangre y de visceras; dejó caerse al suelo suplicando clemencia a su señor. A su señal, dos guardias lo levantaron del suelo, y uno de ellos le transmitió la pregunta al tembloroso mercader.
Con voz entrecortada le explicó que a lo largo de los siglos se había hecho de esa manera, por que los antiguos habían descubierto que los puestos colocados a la derecha recibían todo el calor del sol desde el alba hasta el mediodía; así pues llegada la tarde, la pestilencia emanaba de sus puestos debido a que la carne y el pescado comenzaban a pudrirse, ahuyentando a todo aquel que se acercaba dispuesto a dejarse sus monedas.
El Sultán complacido por la oratoria del vendedor, desmontó decidido a dar un paseo y mezclarse con el tumulto. Sus sentidos se veían ahora embriagados por los olores que se entremezclaban en el ambiente, era como una paleta inmensa de acuarelas reposando unas sobre otras, intercalándose, y volviéndose a separar por la mano de un pintor atrapado por sus musas. De repente algo llamó su atención, era el puesto más humilde de todo el mercado; el toldo que algún día había sido de un majestuoso color rubí, estaba hecho jirones, y pendía a ambos lados de un modo no predeterminado. Através de él, tímidos rayos de sol se colaban para reposar sobre la multitud de saquitos dispuestos a lo largo del mostrador; en el frente de cada uno de ellos rezaba un nombre: romero, hinojo, laurel, diente de león, manzanilla, té rojo, té negro, y así una larga lista que no parecía tener fin. Se quedó maravillado observándolos, embobado con aquella anciana, que con cada saquito vendido, obsequiaba a sus clientes con una historia. No podía dejar de escucharla, había algo en ella que lo atraía como un imán; hasta que de pronto, la anciana posó sus ojos en el joven Sultán, que permanecía allí de pie, como si de una estatua se tratase, sin hacer el más mínimo ruido. La anciana se le acercó, y tendiéndole una mano lo invitó a que la acompañase a su lado.
- Déjeme que le cuente una historia joven príncipe - acertó a decir la mujer. Ahora que mis días están llegando a su fin, necesito vaciar la difícil carga que he llevado estos años conmigo.
El joven parpadeo suavemente, y con un ligero movimiento de cabeza, le confirmó que estaba de acuerdo.
Entonces ella prosiguió: Aprendí este oficio de niña, ya que mis padres también eran mercaderes. He ido de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, ofreciendo mi mercancía al mejor postor, sin ningún sitio al que regresar, sin el calor de un hogar que me resguardase en las frías noches de invierno. Por esta razón tampoco quise casarme, no podía hacerme a la idea de vivir de otra manera, y tampoco he tenido hijos, aunque, si le digo la verdad, a veces los eché de menos. Pero, un buen día, hace unos años, Dios escuchó mis plegarias, y de vuelta del mercado encontré algo en el camino. Era un fardo pequeño, de lienzo blanco, y enseguida pensé, en las buenas monedas que conseguiría por él, en el siguiente pueblo. Apuré el paso por miedo a que alguien más lo hubiese visto, y cuando lo tuve en mis manos, un gemido salió de dentro. Era ella; con una mano levantó una manta andrajosa tirada en el suelo,que estaba su lado, y con la otra señaló el cuerpo que descansaba debajo.
El muchacho, estupefacto ante tal acontecimiento, no tuvo palabras y le pidió amablemente a la anciana que continuase con la historia.



1 comentario:

  1. eSPERO TENER PRONTO LA SIGUIENTE PARTE... GRACIAS POR VUESTRA PACIENCIA...
    UN BESO!

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