miércoles, 13 de octubre de 2010

Un lienzo a la esperanza

Cada uno de los botecitos dispuestos en fila, parecían soldaditos de plomo en el campo de batalla. Inmóviles, impasibles, estáticos a la espera de que alguien dé una orden. El campo de batalla descansa a sus pies, en su alma aún quedan restos, partes impregnadas de la última batalla, que ni siquiera el paso del tiempo ha sido capaz de borrar. Los días se hacen eternos, la incertidumbre de lo que va a suceder arruga sus almas como si fuesen trapos. Por fin, una mañana, la luz inundó la estancia. Los tímidos rayos invernales se colaban por cada uno de los agujeros que conformaban la persiana azul. Aquella persiana que había ensombrecido, tantas y tantas veces, sus vidas, ahora plegada sobre si misma abría un abanico de posiblidades. A través del cristal se apreciaba el manto blanco que cubría el jardín. Todo había desaparecido bajo aquel lienzo sin color. Las figuras habían perdido sus formas, lo vivo parecía totalmente inerte, la redondez del mundo estaba diluyéndose paulatinamente, bajo la atenta mirada de aquellos pequeños tubitos. El magenta fue el primero en alzar la voz, ´la fiereza emanó de su garganta, y retumbó en cada uno de los recovecos de la habitación. Sólo el añil se atrevió a decir algo. Los demás, enmudecidos, no hicieron más que aprobar aquella decisión unilateral. Uno a uno saltaron de la cajita de madera donde reposaban, en fila india tomaron posiciones ante el cordoncito del estor y se deslizaron hasta caer suavemente en el escritorio que había debajo. A modo de bailarines de break-dance, rotaron sobre sus cabezas y fueron desprendiéndose de los tapones. Al rato, uno de ellos se dejó caer sobre una fina madera, mientras que otros dos saltaban encima de él. Durante un buen rato todos ellos siguieron el mismo rictus hasta que no quedaba ni uno sólo. Al terminar, volvieron a repetir la primera acción, y una vez colocados de nuevo los tapones se separaron de la paleta. Justo en ese instante, por detrás del caballete, apareció él: altivo y elegante, todo vestido de negro le imprimía cierto aire aristocrático. Tras mirarlos detenidamente, comenzó a correr entre ellos, a dar saltos, a untarse hasta lo más profundo de su ser, y luego presa de su propio inconsciente garabateó un nuevo mundo; otro distinto que pudiese suplantar aquel arrebatado por el manto blanco. Durante horas siguió el mismo sendero, una y otra vez, hasta que los colores de la paleta ya sólo eran sombras del pasado. El día tocaba a su fin, los morados, magentas y anaranjados teñían por última vez aquel cielo. Pero algo era distinto a otros días, quedaba el recuerdo flotando en el aire, y en el lienzo, el futuro esperanzador de un nuevo día, de un nuevo mundo.

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