Me paso el día esperando que caiga la noche, y entonces, mientras la luz se escapa, me desprendo de lo superfluo. Me deshojo como una vulgar margarita, balanceándome entre el si y el no de la incertidumbre de cada momento. Decidir. Pensar si queremos seguir o por el contrario queremos parar. Busco esa quietud que transmite el roce del agua, la delicadeza de los pétalos en el atardecer, y me sumerjo, intentando hallarlos. Tengo un sueño, de hecho, mi sueño es robado, o quizá compartido con otros tantos que se sientan esperando ese ocaso anaranjado. Como disfruto de este trocito de tiempo que le robo a las horas, cuando el reloj se detiene esperando esa calma que ambos necesitamos. Cuando esta soledad buscada entra la casa y se regocija por los rincones, sé que ha llegado el momento. Libero el pensamiento enjaulado, y dejo que corra a su antojo, que navegue a la deriva, que se fortalezca en la tormenta. Ya he tomado una decisión: me quedo con la noche.
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