La deseaba más que a nadie, más de lo que nunca hubiera soñado, pero su vida ya pertenecía a otra. Interrumpía sus sueños, se le aparecía de madrugada, entre brumas. Saciaba su estómago, su sed, pero no podía tenerla. Uno no escoge de quién se enamora, sólo sucede, y luego la culpa eterna por fallarle a los demás, pero sobre todo, por fallarte a ti mismo. Pero al fin, aquella mente enajenada de amor halló la manera de poseerla, de tenerla de por vida.