miércoles, 2 de marzo de 2011

Tengo un sueño


Ayer leyendo los versos de un amigo, comencé a pensar sobre esas cuestiones mundanas, y a priori tan faltas de interés, que normalmente pasamos por alto, porque es tanto el uso y la costumbre que no nos planteamos que las cosas puedan ser de otra manera. Me refiero a escribir, no tanto al modo, me es igual que penséis en la prosa o en el verso, incluso podéis imaginaros cualquier tipo de literatura, buena o mala. El hecho es que las palabras, este vehículo que usamos todos los días para comunicarnos, para amar, para odiar o simplemente para que nuestra voz resuene en una montaña, es cada día con más ímpetu el único arma que nos queda para defendernos de nosotros mismos y de los demás. A pesar de que esto os pueda parecer una perogrullada, el que seamos capaces de transformar todos los sentimientos que nos atraviesan en simples palabras, el poder expresar en un revoltijo de letras la ira y el dolor, revolver conciencias obtusas y ablandar corazones de piedra, no es más que otro mérito de ese verbo que vuela en el aire. Supongo que mentiría si no os dijese, que parte del valor que puedan tener, es impreso por la persona que las escribe. Es cierto, tan cierto como que con estas letras que la mayoría escupimos sin ningún tipo de orden, otros son capaces de hilvanarlas con tanto acierto que, ante ellas, no podemos hacer otra cosa que admirar su belleza.
Sin embargo, esta que escribe, aprendió con los años que la belleza no lo es todo, que es subjetiva, que varía con los tiempos, y con las modas. Que el uso de comparaciones, metáforas y todo ese amplio abanico de útiles del que disponemos no sirve de nada, si no somos capaces de que nuestros pensamientos pervivan en el recuerdo, si no somos capaces de transmitir, ni de hacer sentir.
Hubo un hombre que, una vez, tuvo un sueño, hace mucho tiempo ya. Pero con esas simples palabras movió nuestra quietud, la arrastró con la fuerza que lleva un río. Con cuatro simples palabras, hoy, todos tenemos un sueño.