Las risas, las discusiones, los cafés tertulianos y las cervezas mano a mano han terminado. Acabó el día. Y tras la euforia, siento que la resaca post-electoral está haciendo mella en este pobre cuerpo mortal. Me tiemblan las piernas y el dolor de cabeza no me deja pensar con claridad, y lo peor, es que para esto no hay paracetamol que surta efecto. Mientras que intento contener las náuseas, litros de información, de números, de tantos por ciento recorren mis venas a toda velocidad, y anidan en mis células dándoles de comer: estoy a punto de estallar. Aprovecho la situación para repasar cada minuto pasado, maldiciendo la esperanza con la que viví las últimas horas, la alegría con la que desperdiciaba cada segundo de vida a la espera de que un milagro sucediera. Pero, al final, este ha sido un mal viaje: de eses que intentas olvidar porque conllevan a un flashback, a una paranoia continua que desembocaría seguramente en una locura permanente. ¿Me arrepiento? No lo sé. Si, en los primeros momentos, en ese tiempo en el que las punzadas de dolor recorren tu cuerpo, haciéndote arquear como si estuvieses poseído. Pero luego, pasado lo peor, en lo más profundo de ti, hay algo que te dice que volverás a hacerlo, que volverás a embriagarte de libertad, que te dejarás querer de nuevo por esos aires de cambio que pululan por las calles. Si. A pesar del dolor, de la insatisfacción, del asqueamiento inicial, a pesar de que incluso sientes perder la vida, volveré a entregarme a esa amante perdida que es la utopía.
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